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Violencia y género en América Latina

Temática: Igualdad de género.
Autoría: De León-Escribano, Carmen Rosa
Año de Publicación: 2008
América Latina es hoy en día la región más insegura del mundo, al igual que la más desigual. La inequidad y la exclusión se traducen en altos niveles de violencia que afectan principalmente a mujeres, jóvenes, niños y poblaciones indígenas. El ejercicio de esa violencia es multicausal y multidimensional. La violencia es producto del impacto psicológico y pérdida del tejido social causado por los diversos conflictos armados vividos en la región; de la debilidad institucional y de la ausencia de políticas públicas incluyentes y equitativas. La proliferación de armas de fuego y el fácil acceso a las mismas exacerban la conflictividad e incrementan la letalidad. Desde una perspectiva de género, en la última década surgen dos fenómenos asociados a esa violencia: el feminicidio y la construcción de la masculinidad en las pandillas juveniles. La solución debe plantearse desde una perspectiva multidimensional, basada en la prevención y en las políticas de equidad e inclusión enfocadas en erradicar la violencia intrafamiliar y la proliferación de armas de fuego en la región.

I. Introducción.

América Latina es hoy día, la región más insegura del mundo, con una tasa de homicidios seis veces mayor que el promedio mundial (Carrillo-Flórez, 2007: 181) concentrando dos quintas partes de la mortalidad asociada al uso de armas de fuego. En la actualidad, trece de los quince países que reportan las tasas más altas de muerte por armas de fuego en el mundo se ubican en América Latina. (Solís Rivera, 2007:23-27). Históricamente la violencia ha sido una constante en nuestro continente. En diferentes subregiones se han librado en las pasadas décadas conflictos internos, la mayor parte muy cruentos, mientras que en otras todavía éstos siguen vigentes. Si bien las guerras internas han finalizado en su mayoría, la paz no ha representado el mejoramiento de las condiciones de vida de una gran parte de la población latinoamericana. A pesar de que en la región se ha avanzado en la consecución de la democracia formal, aún persisten o se han agravado los problemas estructurales que dieron origen a los conflictos armados. Hoy día en la región se vive un contexto de desigualdad económica y una exclusión que se traduce en un alto grado de inequidad. Prácticamente en todos los estudios sobre el tema se caracteriza a América Latina como la más desigual de las regiones del mundo (Hoffman y Centeno, 200:100). A esto debe sumársele el resabio de los regímenes autoritarios; la pervivencia de las secuelas intangibles de los conflictos armados y una debilidad institucional que no permite dar respuesta a las demandas de la población por una parte, y por otra, que se ve desbordada ante la presencia transnacional del crimen organizado y narcotráfico, lo que termina generando un círculo vicioso entre desigualdad, exclusión y violencia. La violencia que prevalece como fenómeno creciente en la región es multicausal, ya que además de ser un producto histórico, es fruto también de procesos culturales e ideológicos; de situaciones estructurales en lo económico y lo político, que afecta a diferentes generaciones de una sociedad. La violencia repercute en sectores específicos: mujeres, niños, jóvenes, adultos mayores de una forma diferenciada en cuanto a tipo e intensidad. La exclusión producto de la inequidad reflejada en las políticas públicas sectarias y en la carencia de los servicios y atención del Estado hacia los más pobres, afecta principalmente a mujeres, jóvenes y población indígena. Uno de los enfoques que pueden aplicarse para el análisis del comportamiento violento de una sociedad es el de violencia de género. El término violencia de género en general se usa como sinónimo de violencia contra la mujer, aunque en realidad prácticamente cualquier violencia tiene una dimensión de género en la medida en que el hombre y la mujer enfrentan diferentes riesgos tanto en cuanto a protagonizar un comportamiento violento como en ser su víctima (Morrison, Ellsberg, Bott. 2005:2). En la última década, han hecho su aparición en varios de los países latinoamericanos dos fenómenos asociados al ejercicio de la violencia desde la perspectiva de género: el feminicidio y la violencia asociada a las pandillas juveniles. La explicación del surgimiento de esta violencia sectorial debe darse desde una perspectiva histórica del conflicto por una parte y por otra, el efecto de la violencia estructural en cada uno de ellos.

II. Postconflicto y violencia.

Un conflicto armado genera dinámicas de violencia directas entre los bandos que no sólo se enfocan en el exterminio y reducción del enemigo, sino que adquieren facetas diversas que terminan afectando a la población en su conjunto. En América Latina los conflictos se dieron en el marco de la Doctrina de Seguridad Nacional centrada en la salvaguarda del Estado, aunque entremezclada con la supervivencia de la concentración económica ejercida por sectores minoritarios en los países. Todo, en un contexto ideológico en el que prevalecía el autoritarismo, la exclusión, la discriminación y la represión como mecanismos operativos de las fuerzas de seguridad y del Estado. En su lucha por enfrentar a los grupos insurgentes, estas fuerzas utilizaron métodos represivos contra la población organizada o no, que en el caso de Guatemala por ejemplo, llegaron a ser catalogados por la Comisión para el Esclarecimiento Histórico[1], como un acto de genocidio contra los pueblos indígenas. La violencia fue selectiva hacia sectores determinados como estudiantes, sindicalistas, académicos, miembros de la iglesia y cooperativistas sin importar sexo o edad. En algunos casos se orientó hacia la población ubicada en las áreas donde operaban las fuerzas de los diferentes bandos, llegando a destruir comunidades enteras o asesinando públicamente a líderes identificados. La violencia se constituyó en ejercicio cotidiano que incluso utilizó a la misma población para cometer masacres contra aldeas vecinas[2]. Todavía hoy estamos viviendo las consecuencias del horror del conflicto, dentro de las cuales pueden señalarse algunas que pueden explicar las tendencias de la violencia actual:
  • Destrucción del tejido social. Las comunidades, sobre todo aquellas rurales, tienden a desarrollar redes de funcionamiento basados en confianza y códigos socialmente admitidos que logran mantener la cohesión, la solidaridad y una solución de conflictos a través de mecanismos que fortalecen la unidad del grupo y el control social necesario para no ver alterado el equilibrio interno. Una situación de guerra altera la toma de decisiones, la autoridad tradicional, la estructura de poder interno y la forma de enfrentar la conflictividad cotidiana. Se producen además, procesos de emigración hacia las áreas urbanas donde las familias se ven fragmentadas y desubicadas en un entorno diferente y deben enfrentar los problemas de sobrevivencia fuera de la red originaria, la cual, muchas veces tiene además, fuertes connotaciones culturales. Otra consecuencia es el alto número de viudas y huérfanos que no sólo pierden sus bienes, sino que se ven obligados a reubicarse para poder subsistir, convirtiéndose en familias monoparentales. En los casos en que se implica a poblaciones indígenas, no sólo es un cambio de idioma, espacio y contexto, sino también, de referentes culturales.
  • Debilitamiento del poder civil y comunitario. Las poblaciones que se ven atrapadas entre grupos armados en combate pierden la posibilidad de controlar sus propios procesos. Las decisiones son tomadas ya no por las autoridades legítimamente reconocidas, sino por fuerzas ajenas a la comunidad que actúan en función de las propias aspiraciones, anulando la capacidad de autogestión local. Se superponen las autoridades vinculadas al conflicto sobre las autoridades electas o legitimadas a lo interno [3]. La lógica del poder se modifica para dar paso al cumplimiento de los objetivos de las fuerzas en combate sobre las necesidades reales de la población. Así se vivió bajo los diversos regímenes militares a lo largo del continente, que llegaron a utilizar la mayor parte de los recursos del Estado para combatir al enemigo interno a costa de cumplir con la obligación de garantizar el acceso de la población a los servicios sociales básicos, incrementando la pobreza y la exclusión. Igualmente convirtieron a las fuerzas armadas en instituciones polifacéticas que atendían salud, educación, desarrollo e infraestructura. El resultado es una actitud social aprendida que tiende a despreciar el ejercicio político, que ha visto durante el conflicto las ventajas del uso de la violencia para lograr los propósitos de quienes detentaban el poder y las armas (Cruz, González, Romano y Sisti, 2000) y que por lo tanto ha internalizado el militarismo como valor positivo tendiendo a desmeritar el Estado de Derecho y a las autoridades civiles y partidos políticos.
  • Pérdida de la autoestima. Según estudios sobre las secuelas psicológicas de procesos de violencia, quien la ejerce, crea justificantes alrededor de su legitimidad. Por ello, los represores no se ven afectados por el uso de la violencia ya que ella se concibe como parte de su responsabilidad o razón de ser. Sin embargo en la víctima se da el proceso contrario, es decir, una devaluación que genera la distancia social necesaria para que se produzca un proceso de desidentificación que protege al agresor y devalúa a las víctimas (Garavito, 2003:146-147). Los excesos cometidos por los diferentes bandos en contienda provocan huellas dolorosamente imborrables en los sobrevivientes. Niños que han presenciado la muerte de familiares a manos de alguna facción, huérfanos que se han visto adoptados por sus propios victimarios, mujeres y niñas violadas, hombres que han visto abusar de sus esposas e hijas. Todos se convierten en personalidades muy vulnerables, atemorizadas y con una baja autoestima. La violación como práctica de guerra genera disfuncionalidades permanentes en las familias y traumas psicológicos en las víctimas directas (las mujeres) y afecta al resto del grupo, sobre todo si fueron testigos del hecho. Los niños que observan agresiones son proclives a reproducir actos de violencia en su edad adulta, pasando de víctimas a victimarios. Las desapariciones forzadas, los secuestros y las torturas que formaron parte de la política contrainsurgente desarrollada por las fuerzas armadas en las décadas pasadas afectaron a hombres y mujeres por igual. La forma de pensar, la palabra y la libre expresión se convirtieron en acciones punibles y perseguibles. La sociedad se vio despojada de la posibilidad de expresarse libremente o de pensar en forma diferente, promoviendo actitudes de reserva, silencio y posteriormente desinterés en los procesos de participación. Los descendientes de esa generación sobreviviente del conflicto tenderán a vivir en ese temor permanente y a reproducir la violencia y el desprecio a la propia vida, producto de la impotencia de sus padres y a la ausencia de mecanismos culturales y sociales que proporcionen alivio y que permitan asumir y superar los procesos de victimización.
  • Racismo y discriminación. Pérdida de identidad. El racismo imperante en los países multiétnicos y que se expresa a través de la exclusión en el desarrollo, la educación y la salud, se exacerba durante los conflictos armados, convirtiendo a los más débiles en víctimas propicias de la represión. La violencia social que se genera solamente reproduce el racismo latente. Y los sobrevivientes muchas veces deben esconder su origen y cultura para poder escapar del círculo de exclusión y discriminación. El racismo se convierte en un elemento de doble victimización ya que en una sociedad que utiliza códigos culturales dominantes diferentes para obtener el respeto y la admiración, el indígena se ve amenazado por pertenecer a un grupo cultural distinto y tiene que negar su propia raíz, como mecanismo de competencia en la sociedad no indígena. Esto indudablemente lleva a una perdida de identidad y a un rechazo de sus orígenes, sobre todo en los jóvenes, buscando parecerse a los estereotipos raciales aceptados en su nueva realidad urbana, en el caso de la emigración, o simplemente a los modelos reproducidos por los medios de comunicación.
  • Cultura del silencio. El temor producto de los procesos de represión indiscriminada afectó a todos los ámbitos territoriales de los países en conflicto. El silencio se transforma en la estrategia utilizada por las víctimas directas o los testigos, como medio para evitar repercusiones violentas (Moser y McIlwaine, 2001: 41). El miedo se convierte en la base de la autoexclusión de los procesos participativos y en la capacidad de expresar y demandar las propias necesidades. El silencio se instaura como práctica de no comunicación a lo interno de los hogares y de las comunidades, generando frustración y aislamiento, que tarde o temprano se va a expresar a través de la violencia, sea ésta interna (en el hogar) o externa (en la calle).
  • Identificación del poder con la fuerza y de ésta con la violencia. Los conflictos armados prolongados y los regímenes autoritarios rompen no sólo el tejido social, sino que alteran los procesos de autoridad reconocidos a lo interno de las poblaciones. Esta transposición termina asociando la imagen de poder con el uso de la fuerza que se ejerce además, de forma violenta. De ahí que se identifique la violencia como el recurso para imponer la autoridad y el respeto en las relaciones familiares, personales y sociales. En este contexto, la proliferación de armas de fuego, incrementada en el posconflicto, supone un detonador de la letalidad de la violencia. Aunado a la aceptación de la naturalidad del uso de las armas de fuego como símbolo de poder y autoridad y los marcos legales debilitados que permiten el fácil acceso a las mismas, la violencia posconflicto se transforma en una violencia armada indiscriminada que causa hoy día más víctimas que durante los conflictos bélicos pasados. Poblaciones que han vivido en el contexto del enfrentamiento armado, reclaman como forma de acabar con la inseguridad la actuación represiva de las fuerzas de seguridad. Esta forma de percibir la realidad traduce las relaciones de poder en relaciones violentas que van a desembocar en violencia intrafamiliar, en una conflictividad que se intenta resolver mediante el uso de la fuerza y en su grado más extremo, en los linchamientos como forma de castigo colectivo hacia quien se sospecha ha transgredido la normas.
Además de los efectos históricos de la violencia directa, en las últimas décadas Latinoamérica se ha visto inmersa en procesos de reforma económica con resultados desiguales en las diferentes subregiones. Esta diversidad no sólo responde a características históricas particulares sobre todo relacionadas con la transformación de las capas empresariales y la fortaleza y legitimidad del Estado, sino al efecto de las demandas mundiales propias de la globalización y tratados de libre comercio. En ese sentido, la débil institucionalidad de las relativamente nuevas democracias se traduce en la ausencia de políticas públicas con visión de largo plazo, con lo que las acciones, sobre todo aquellas orientadas a garantizar el bien común de la seguridad ciudadana, terminan convirtiéndose en acciones represivas coyunturales, perdiendo de vista la inversión en la prevención como garantía de sostenibilidad de los espacios seguros. La desigualdad y la exclusión se reflejan en la ausencia de políticas sociales enfocadas a reducir la inequidad, que en definitiva es el detonante de la violencia social, a todos los niveles. La debilidad institucional también se manifiesta en las dificultades para alcanzar plenamente el Estado democrático de derecho. Este supone entre otras cosas, previsibilidad, seguridad jurídica, vigencia efectiva de los derechos fundamentales ciudadanos, apertura política, transparencia, rendición de cuentas, como elementos esenciales para fundamentar cualquier estrategia contra la violencia, tanto a nivel preventivo como represivo (Carrillo-Flórez, 2007: 186).
NOTAS:
  1. ® La Comisión para el Esclarecimiento Histórico actuó como fruto de los Acuerdos de Paz en Guatemala y elaboró un informe sobre los abusos cometidos por las fuerzas armadas en contienda titulado Guatemala, Memoria del Silencio.
  2. ® El caso más conocido es el de las Patrullas de Autodefensa Civil en Guatemala que llegaron a aglutinar al 10% de la población en el momento más álgido del conflicto y que fueron utilizados por el Ejército para apoyarlos en la lucha contrainsurgente, siendo responsables de gran parte de las masacres que se dieron en el país. Este modelo fue replicado en Perú como Comités de Autodefensa.
  3. ® En el caso de Guatemala, en una investigación llevada a cabo por IEPADES en 1993 sobre los efectos de las Patrullas de Autodefensa Civil en el tejido social, se determinó que a lo interno de las comunidades se diferenciaba la "autoridad por temor" y la "autoridad por respeto", refiriéndose a los comisionados militares o enlaces comunitarios con el Ejército y las autoridades tradicionales reconocidas.

III. Feminicidio y violencia contra la mujer.

La violencia contra la mujer es histórica y se ha producido antes de los conflictos armados, durante los mismos y una vez éstos hayan finalizado. La guerra solamente agudiza la situación de exclusión y la discriminación hacia la mujer. La Organización Mundial de la Salud define violencia como "el uso intencional de la fuerza o el poder físico, de hecho o como amenaza, contra uno mismo, otra persona o un grupo o comunidad, que cause o tenga muchas probabilidades de causar lesiones, muerte, daños psicológicos, trastornos del desarrollo o privaciones" (OPS/OMS, 2003:5). Esta definición lleva a una concepción del fenómeno de la violencia como algo que afecta a la persona en todas sus dimensiones, sean ésta la individual, la de sus interrelaciones más directas y cercanas, las comunitarias y las sociales en general. En las últimas décadas violencia de género se ha aplicado principalmente a señalar los actos violentos contra la mujer. La violencia contra la mujer se define internacionalmente (ONU 1994) como "todo acto de violencia basado en el género que tiene como resultado posible o real un daño físico, sexual o psicológico, incluidas las amenazas, la coerción o la privación arbitraria de la libertad, ya sea que ocurra en la vida pública o en la vida privada". La violencia puede ser ejercida por otra persona, un grupo de personas o por el Estado, sea por una acción directa o por omisión, lo cual se convierte en situaciones de discriminación y de exclusión. Las estadísticas regionales arrojan cada vez más el crecimiento del femicidio y del feminicidio en América Latina. Los casos más relevantes se han producido en México en Ciudad Juárez[4] y en Guatemala. La persistencia, características e incremento de los casos ameritan incorporar la categoría de feminicidio al análisis de la violencia de género. La principal referencia de las investigaciones y del propio concepto sobre femicidio está en el libro de Jill Radford y Diane Russell: Femicide. The politics of women killing. A partir de esa investigación se han desarrollado otras en varios países en el mundo, tomando en cuenta la diversidad cultural, de raza, de edad, en distintos momentos históricos, en distintos espacios públicos y privados (CLADEM, 2007). Hay autores que plantean una diferencia entre femicidio (como concepto homólogo de homicidio: dar muerte a un hombre) y feminicidio, entendido éste como producto de un conjunto de formas de violencia que concluye en asesinatos de mujeres. Por ello, el análisis de los crímenes contra mujeres y niñas, debe darse integralmente con un enfoque social, económico, político y cultural de las causas[5]. El feminicidio sucede cuando las condiciones históricas generan prácticas sociales que permiten atentados contra la integridad, el desarrollo, la salud, las libertades y la vida de las mujeres. También forma parte de este concepto la ausencia de un marco jurídico y de políticas de gobierno, lo que genera una convivencia insegura para las mujeres, pone en riesgo la vida y favorece la invisibilidad de la violencia contra la mujer y por ende, los crímenes contra la misma.
El feminicidio es entonces un crimen para cuya concurrencia se necesitan factores y circunstancias que responsabilizan a varios actores de la sociedad, en especial al Estado, a través de su acción o su omisión, como la negligencia en la prevención, la deficiente investigación y la ausencia de persecución y sanción. Existe un vacío en la legislación ya que el concepto de feminicidio no ha sido incluido en la normativa de ningún país en América Latina. Se trata de un término político, que no sólo abarca a los agresores individuales sino a la estructura estatal y jurídica, ya que por un lado al no existir el feminicidio como delito instituido dentro de la legislación, no se le da el tratamiento jurídico y sociológico adecuado a los casos que presentan las características que lo individualizan: que la persona sea asesinada y se trate de una mujer; y por otro lado, que el Estado, a través de su inoperancia, contribuya a la impunidad, al silencio y a la indiferencia social (Muralles, 2005:14-15). En Guatemala han muerto, desde el 2001 más de 2.000 mujeres en forma violenta. Algunos de estos homicidios, la minoría[6], han sido investigados y esclarecidos. Como reflejo de la discriminación dentro del sistema de justicia, la investigación de los crímenes contra las mujeres rara vez se produce. El sistema no está habilitado para escuchar las denuncias o las entrevistas se realizan en condiciones en que las mujeres son doblemente victimizadas: cuando ocurre la agresión y cuando debe relatar el hecho. Por otra parte, las características físicas o de extracción socioeconómica de las víctimas suelen ser suficientes para que las autoridades desestimen la investigación. De esa cuenta, los asesinatos de sexoservidoras, jóvenes con tatuajes o mujeres indígenas, son normalmente desechados por considerarse que nunca serán resueltos o que existen otros casos prioritarios. En materia de cumplimiento de órdenes de detención, aquellas correspondientes a casos de agresión sexual contra mujeres, se dejan en último lugar.
Según los datos aportados por las diferentes fuentes, las mujeres han sido asesinadas con arma de fuego principalmente, apuñaladas, muertas a machetazos, estranguladas o golpeadas hasta morir. Una de las características que se incrementa cada año es la saña con que las mujeres son asesinadas. Las víctimas reflejan en sus cuerpos todo tipo de abuso: violaciones, desmembramientos, golpes, fracturas, quemaduras y mutilaciones. El sadismo y la impunidad con que se han cometido estos crímenes, hace que puedan señalarse como "crímenes con marca", por los niveles de violencia que se ejerce contra las víctimas (de León-Escribano, 2005:2). En las muertes de mujeres pueden establecerse patrones diferentes de conducta del agresor lo que lleva a determinarse tipologías de criminalidad contra la mujer. Dentro de ellas se encuentra: la psicopática, atribuida a criminales con conductas de agresión y ensañamiento o asesino en serie; violencia en general o delincuencia común; violencia contra la mujer ejercida por alguien vinculado a la víctima; maras o pandillas, asociada a disputas por territorio o venganza entre pandillas; limpieza social, ejecución extrajudicial cometida por grupos paralelos al Estado por la vinculación de la víctima a pandillas o redes de narcotráfico; y hechos fortuitos. La mayor parte de víctimas (86%) vivían en el área urbana y se encontraban entre los 10 y los 30 años. Las muertes individuales llegan a 81% de los casos, lo que sugiere una enorme y agravante condición relativa a la violencia contra la mujer, en el sentido de que el acto estaba dirigido específicamente contra las víctimas femeninas ya que sólo en el 19% se da en un contexto en que se involucra a víctimas masculinas (Kepfer, 2007:13-16). En general las muertes de mujeres correspondían mayoritariamente en su orden a violencia intrafamiliar, delincuencia común, ataques entre pandillas y ajustes de cuentas entre bandas criminales. Es significativo el incremento de muertes por armas de fuego, siguiendo la tendencia anual de los homicidios en el país.
Vale la pena destacar que al igual que en Ciudad Juárez (Zermeño, 2004), al analizar los asesinatos de mujeres en Guatemala con relación al numero de población femenina por departamento, saltó como una de las zonas más peligrosas para las mujeres, después de la Ciudad de Guatemala y los departamentos con alta presencia de narcotráfico, Chimaltenango, área geográfica en que se encuentran concentradas las maquilas (de León-Escribano, 2005:10). Esto confirma que una de las vulnerabilidades que tiene la mujer para hacerla víctima propicia de una agresión es el desempeñar un trabajo asalariado en entornos culturales y socioeconómicos donde puede trastocar los roles en la pareja. Según la OMS/OPS, los factores que aumentan la vulnerabilidad de las mujeres son: la violencia sexual perpetrada por la pareja, lo que lleva a concluir que uno de los factores de riesgo más importantes para las mujeres (en cuanto a su vulnerabilidad ante la agresión sexual) es estar casada o convivir con una pareja. Otros factores que influyen en el riesgo de violencia sexual comprenden: ser joven; consumir alcohol u otras drogas; haber sido violada o abusada sexualmente con anterioridad; tener muchos compañeros sexuales; ser profesional del sexo; mejorar el nivel de instrucción y aumentar la independencia económica, al menos cuando lo que está en juego es la violencia sexual en la pareja; y la pobreza. Además de ello, las mujeres corren mayor riesgo de violencia sexual y de violencia física por parte de su pareja cuanto mayor sea su nivel de instrucción y, por ende, su capacidad de realización social. La explicación probable es que una mayor capacidad social de la mujer genera mayor resistencia a las normas establecidas por la costumbre por lo que los hombres suelen recurrir a la violencia para tratar de recuperar el control (OMS/OPS, 2003:171). Si algo esta claro en el fenómeno del feminicidio es, por una parte, la ausencia de datos que permitan realizar una aproximación estadística y metodológica al problema. Por otra, que el Estado reproduce los mecanismos sociales de exclusión ya que los delitos contra las mujeres están invisibilizados a lo largo de la cadena de justicia, sin mencionar el poco registro de la violencia intrafamiliar, lo que dificulta la investigación. Ejemplo de ello es la percepción de las autoridades policiales guatemaltecas y mexicanas que siguen atribuyendo la muerte de mujeres a las pandillas, crimen organizado o asesinos en serie, cuando las escasas cifras disponibles y las investigaciones realizadas por diversos autores y organizaciones de acompañamiento a los familiares de las víctimas arrojan la violencia de pareja como la principal causa de muerte. Como mecanismos para prevenir la violencia contra la mujer y reducir el feminicidio en la región, la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) propone en su informe Ni una Más (2007), medidas que incidan integralmente en los diversos ámbitos relacionados con la seguridad y la protección a las mujeres. Dentro de ellas mencionan acciones orientadas a mejorar los marcos jurídicos, facilitar el acceso a la justicia, elaborar planes, programas y estrategias sectoriales y territoriales, impulsar un modelo integral de prevención que aborde el espacio intimo y público del desempeño de actividades de la mujer y favorecer mecanismos de supervisión y seguimiento del cumplimiento de los tratados regionales e internacionales suscritos por los países.
NOTAS:
  1. ® Ciudad Juárez saltó a las noticias internacionales después de la muerte de 300 mujeres y la desaparición de 600. Guatemala ha acumulado en los últimos años mas de dos mil muertes violentas de mujeres.
  2. ® A partir de conceptos de diferentes publicaciones y entrevistas a Marcela Lagarde y de los Ríos, académica mexicana, Presidenta de la Comisión especial de Feminicidios del Congreso de la República de México.
  3. ®Según reportes del Procurador de Derechos Humanos, más del 70% de los casos no han sido investigados y se desconocen los móviles. Véase Muertes violentas de mujeres durante el 2003, Guatemala: PDH, 2004.

IV. Violencia, masculinidad y pandillas.

Las condiciones económicas y la creciente violencia urbana han puesto a los jóvenes latinoamericanos en el centro de la atención social. Representando casi a la mitad de la población del continente, la ausencia de políticas públicas focalizadas los convierte, junto a las mujeres, en las principales víctimas del sistema. Según el último informe de la Oficina Internacional del Trabajo, de los 106 millones de jóvenes latinoamericanos y caribeños comprendidos entre los 15 y los 19 años de edad, hay 22 millones que no trabajan ni estudian. La misma condición de ausencia de políticas orientadas a favorecer la permanencia de los jóvenes dentro del sistema escolar hace que gran parte de los jóvenes empiece a abandonar la escuela antes de los 15 años y pasen a engrosar la masa de trabajadores poco calificados de la región. Los hombres jóvenes latinoamericanos entre los 25 y 30 años de edad son las principales víctimas y victimarios de la violencia, tanto por la acción de las pandillas, como por la de los aparatos de seguridad de los estados y otros grupos organizados que no necesariamente operan al amparo de la ley, pero que desarrollan acciones represivas contra estos grupos (Solís Rivera, 2007:25). Se ha dicho que la exclusión y la inequidad generan gran parte de la violencia en América Latina, en un contexto injusto en el que conviven agresores y víctimas. A este escenario debe agregársele el factor del cambio generacional de valores en época de postconflicto. En un estudio de cinco generaciones españolas, aquella que llegó a la vida adulta con la Guerra Civil y vivió la postguerra, presentan valores más próximos a los valores tradicionales y a los relacionados con escasez/supervivencia, mientras que los más jóvenes que crecieron en la época democrática presentan valores más relacionados a la auto-expresión y emancipación. De ahí que los valores han pasado de estar centrados en el control social y lo represivo, hacia los de emancipación que ponen al individuo en el centro del sistema, por lo que cada vez se puede contar menos con el "policía interno" y se debe contar más, con el "policía externo", es decir, las fuerzas de seguridad, estatales o privadas (Díez Nicolás, 2007:144-146). Si trasladamos lo anterior a un contexto centroamericano de postconflicto en el que las instituciones encargadas de la seguridad se encuentran en proceso de fortalecimiento y las condiciones sociales de inequidad no ofrecen alternativas reales de educación y empleo para los jóvenes, estos valores propios de la globalización y de la post-modernidad, se construyen en espacios deprimidos, conflictivos, violentos y altamente excluyentes. Este entorno provoca frustración, el percibir la violencia como normal y la existencia de organizaciones sociales perversas que utilizan la violencia y la impunidad de actuar en grupo para beneficiarse. Para el joven es difícil sentir-se identificado positivamente con un ambiente donde priva la ausencia de servicios y la escasez de recursos, lo que le empuja a la calle para obtener satisfactores como obtención de respeto, reputación, dinero y poder, a través del ejercicio de la violencia en forma colectiva. (Savenije, Beltrán y Cruz, 2007). Muchos de estos jóvenes provienen de familias desintegradas, sea por causa del conflicto armado vivido en su país, por procesos de emigración interna hacia las grandes ciudades, o por tener a alguno de sus padres o a los dos trabajando como emigrante en otro país. Por ello, muchos viven con abuelos u otros parientes. Gran parte de las familias en las zonas urbanas deprimidas son monoparentales que están encabezadas por una mujer. Aunque estudien, pasan gran parte de su tiempo en la calle, donde encuentran elementos de identidad asociados a prestigio y poder en alguna de las pandillas de su barrio. En otros casos, la necesidad de permanecer en la calle hasta la llegada de los tutores y la ausencia de actividades educativas o espacios para el juego y el ocio supervisados por autoridades, hacen que el joven o el niño deba refugiarse en la protección de alguna pandilla para no ser atacado por otra o por la misma policía. La pobreza no es necesariamente el detonante para la actuación violenta de los jóvenes, pero si lo es el abuso y la violencia intrafamiliar. Jóvenes violentos provienen de hogares violentos y autoritarios, razón por la cual reproducen la violencia y la frustración fuera del entorno familiar, es decir, en la calle. El acceso fácil a las armas de fuego está desarrollando patrones diferentes de violencia dentro del hogar. Los jóvenes armados ya no acatan la autoridad de los padres, revirtiendo la relación de víctima y victimario a lo interno de sus hogares. Una compleja interacción de factores lleva a los jóvenes a optar por la vida de las pandillas. Éstas parecen proliferar en los lugares donde se ha desintegrado el orden social establecido y donde no hay formas alternativas de comportamiento cultural compartido. Otros factores socioeconómicos, comunitarios e interpersonales que alientan a los jóvenes a incorporarse a las pandillas son: la falta de oportunidades de movilidad social o económica, dentro de una sociedad que promueve agresivamente el consumo; la declinación del cumplimiento de la ley y el orden en el plano local; la interrupción de los estudios, combinada con salarios bajos por el trabajo no calificado; la falta de orientación, supervisión y apoyo de los padres y otros miembros de la familia; el castigo físico severo o la victimización en el hogar; el hecho de tener compañeros que ya forman parte de una pandilla (OMS/OPS, 2003: 40). La existencia de pandillas también tiene sus raíces en elementos históricos y económicosociales tales como (IEPADES, 2006:65-66):
  • Ruptura del sistema de valores por el conflicto armado interno y pérdida de identidad.
  • Ausencia de políticas públicas orientadas a promover la educación media y la generación de empleo para los jóvenes.
  • Emigración.
  • Procesos de urbanización acelerada.
  • Desintegración familiar.
  • Violencia intrafamiliar.
  • Práctica de uso de la violencia como forma de enfrentar los problemas y conflictos.
  • Proliferación de armas de fuego.
  • Difusión de patrones de consumo a través de los medios de comunicación, principalmente la televisión.
  • Exclusión e inequidad.
Los jóvenes infractores se caracterizan por ser hombres, entre la edad de 13 a 19 años, provienen de zonas económicamente deprimidas, así como de ámbitos urbanos de bajos ingresos que presentan altas tasas de natalidad y gran porcentaje de hacinamiento. Poseen baja escolaridad, altos niveles de desempleo y en algunas ocasiones pertenecen a determinados grupos étnicos o raciales (Fundación Arias 2006:35). Desde la perspectiva de género, los jóvenes se ven obligados a sobrevivir siendo "hombres en exclusión" (Zubillaga y Briceño-León, 2007). La exclusión es una construcción objetiva en su condicionamiento socioeconómico fundamentado en una profunda inequidad y subjetiva en la percepción de la imposibilidad de modificar su entorno y sus expectativas, lo que lleva a la impotencia transformada en frustración. El sistema no le ofrece posibilidades reales para acceder a un mejor futuro a través de la educación, por lo que su única opción es resignarse a un trabajo poco cualificado que no le dará los recursos necesarios para cambiar su realidad. El modelo de masculinidad que se convierte en referente para estos jóvenes está compuesto por elementos provenientes de la cultura machista tradicional, la concepción del poder como uso de la fuerza y la violencia, y en algunos casos, por referentes étnicos recreados a través de la admiración de los grupos de latinos en Estados Unidos. Existen algunas clicas o subgrupos de las grandes organizaciones transnacionales de maras, que invocan identidades indígenas llamándose Orgullo Maya o Indian Power. En otros casos es el rechazo a su origen indígena el que hace que los jóvenes quieran identificarse con otros valores asociados a la cultura norteamericana. Por otra parte, el hecho de provenir de familias casi siempre a cargo de una mujer, lo separa del concepto de macho proveedor y la madre se convierte en un referente admirado y respetado. Por ello, en las acciones de venganza de unas pandillas contra otras, el asesinato o agresión a las madres del contrario se convierten en la posibilidad de producir máximo daño, con la consecuencia de poner a las mujeres como blanco de las rencillas. Ese modelo de construcción de la masculinidad también se antepone a la del hombre considerado de éxito por la sociedad dominante. El traje sastre, la computadora, el vehículo de lujo son símbolos de ese otro hombre que representa el éxito en forma tradicional. De ahí que el joven necesite apoyarse en otros referentes para ser mejor y más hombre a pesar de sobrevivir en un entorno excluyente. El elemento que va a producir la diferencia para ser respetado y admirado además de la adquisición de bienes materiales, es el poder ser el más violento, el más solidario con su grupo y el más aguantador. El ingreso a la pandilla conlleva procesos de humillación y temple. En la mayoría de los grupos, el recién ingresado debe aguantar brutales golpizas de sus próximos compañeros, como forma de probar la entereza que demostrará en el combate colectivo al enfrentarse a otro grupo. La adquisición de los bienes deberá ser a través del dinero obtenido de bandidaje o de incorporarse al trasiego y/o venta de drogas al menudeo. Esta dicotomía que provoca la exclusión y los altos grados de inequidad hacen que para el joven que vive en los barrios deprimidos, los elementos y valores distintivos de la otra masculinidad se conviertan en el objetivo a despreciar y destruir. Esto, aunado a la insensibilidad ante la violencia cotidiana y el pleno ejercicio de la violencia como instrumento de poder, hacen de las pandillas grupos destructivos para el sistema. La incapacidad de entender el fenómeno por parte del resto de la sociedad provoca el temor frente a lo que se observa diferente, con identidades que se construyen en torno a tatuajes, idioma, forma de vestir y alto grado de violencia. Ese temor se traduce en acciones represivas por parte de las fuerzas de seguridad y en el rechazo social que irá a profundizar la condición de exclusión de grandes masas de jóvenes. El común denominador entre los distintos grupos de jóvenes violentos, es un marcado rechazo hacia las autoridades y a la sociedad fuera del barrio. En términos generales no les interesan los procesos nacionales ni la participación en ellos. Su mundo y su interés se reducen al ámbito del barrio (CCM, 2006:64). En la violencia que manifiesta el joven existe un alto ingrediente de baja autoestima y una actitud reivindicativa frente al Estado (representado por las autoridades más cercanas). La violencia juvenil pandillera se concreta en diferentes acciones como (Fundación Arias, 2006:180):
  • Ataque a otras pandillas o grupos juveniles organizados.
  • Violencia contra jóvenes que se niegan a ser reclutados.
  • Asalto y robo a autobuses, negocios y personas.
  • Apoyo a las redes de crimen organizado.
  • Rituales de ingreso de nuevos miembros.
  • Ajusticiamiento de supuestos traidores dentro del grupo o de sus familias.
Las pandillas tienen características que los distinguen como el tener y defender un territorio, códigos de conducta y ascenso dentro de los grupos, lealtad y solidaridad entre sus miembros. El uso de las armas se convierte en un elemento de distinción y en un medio de sobrevivencia frente a las pandillas rivales. El liderazgo en estos grupos se obtiene por el uso de la violencia, el desprecio al temor y el "aguante" frente al dolor. Los ritos de iniciación en las pandillas reúnen estos factores. El desprecio por la propia vida es sinónimo de no valorar la vida de los demás. El poder se obtiene por el uso de la fuerza y el instrumento que tiene el mayor efecto para causar temor es el arma de fuego. Así pues, en realidades urbanas en las que proliferan las armas, el ejercicio de la masculinidad, la hombría y los valores de grupo van asociados al uso de las mismas. El arma se convierte en el signo característico de ser hombre y poderoso. Armas y acciones colectivas son las claves para imponerse frente a otros grupos y para obtener la seguridad para sí mismos y sus familias en un entorno de guerra abierta, incluso contra las mismas fuerzas policiales. Con relación a la violencia sexual, según el informe de OMS/OPS, algunas formas de violencia sexual, como la violación múltiple, son cometidas principalmente por hombres jóvenes. La agresión sexual es considerada muchas veces como una característica que define la virilidad en el grupo que, a su vez, guarda íntima relación con el deseo de ser admirado por los demás. Las conductas sexualmente agresivas se dan al interior de las pandillas y se estimulan por la presencia de compañeros que participan en el delito. A esto hay que agregar que si los jóvenes provienen de hogares violentos o han sido víctimas de abuso sexual, se convertirán probablemente en victimarios de otros más débiles. Una de las principales razones que dan los jóvenes para integrarse a las pandillas es precisamente, la de abuso físico o sexual en el hogar. En definitiva, esta violencia juvenil asociada a los estereotipos de género construidos a lo interno de un entorno excluyente y represivo, se constituye en el instrumento de rechazo de la "otra sociedad" dominante, por parte de los excluidos. Frente a una sociedad que perciben lejana e imposible, es más fácil insertarse en las nuevas "economías globales" (Zubillaga y Briceño-León, 2007:11) como las del narcotráfico, única estructura que puede absorberlos y brindarles las oportunidades para adquirir los bienes materiales simbólicos de la sociedad actual de consumo. Aunque el costo que tengan que pagar sea el da su propia vida o la de sus familiares cercanos y amigos, asumiendo un fatalismo heredado de las mismas condiciones históricas. Sin embargo, a través del uso de la violencia adquirirá poder, respeto y admiración, constituyéndose en defensor de su familia y su grupo a costa del temor del resto de la sociedad.

V* Conclusión.

La violencia postbélica no es casual. Los elementos contextuales que han facilitado su instalación fueron creados o exacerbados por el conflicto armado. La cultura de la violencia, la debilidad institucional de los sistemas policiales y de justicia y la disponibilidad de armamento constituyen secuelas de la guerra que se convirtieron en factores condicionantes de la violencia. (Cruz, González, Romano y Sisti, 2000:192). Los largos años de guerra dejaron una práctica de la violencia que se instauró bajo otras formas en la nueva etapa postconflicto. La forma de operar y los actores cambiaron, pero las consecuencias no. Hoy día mueren más latinoamericanos y latinoamericanas por el uso de armas de fuego en manos de particulares, que durante la época de conflictos armados en la región. La pérdida de identidad, la destrucción del tejido social, la baja autoestima, la exclusión por parte del Estado, el uso de la violencia como recurso y su aceptación por parte del débil, la discriminación, la cultura del silencio y la eterna violencia intrafamiliar son elementos inherentes a la violencia histórica que viven las mujeres y que se convierte en parte de la vida cotidiana de los jóvenes en América Latina. El hogar se torna en el espacio más peligroso para la mujer, los niños y los jóvenes, que se convierten en víctimas silenciosas. La diferencia es que mientras la mujer vive la violencia en el ámbito íntimo de la familia, el joven sale a la calle a reproducir esa violencia contra los otros, generando una espiral que termina alcanzando los niveles nacionales y trascendiendo las fronteras. La invisibilidad para el Estado de las mujeres y los jóvenes y de sus respectivas problemáticas y necesidades es también un hecho compartido. En el caso de los jóvenes no sólo es la omisión y ausencia de acciones orientadas a establecer políticas de atención y satisfacción de sus necesidades específicas, sino que reciben una respuesta represiva y violenta por parte de las instituciones del Estado, sobre todo de aquellas relacionadas a la seguridad ciudadana. Enfrentar la violencia de género contra las mujeres y la ejercida por los hombres jóvenes en la construcción de su masculinidad pasa por entender el origen de la misma, los actores que intervienen y la multicausalidad que la origina. Las soluciones a esta violencia se deben buscar desde una perspectiva integral que facilite por una parte, la reconstrucción del tejido social alterado por los conflictos bélicos y los procesos acelerados de urbanización, y por otra, que el Estado y la sociedad respondan plenamente a las necesidades sentidas de estos sectores a través de políticas públicas incluyentes, que tiendan a disminuir los efectos de la inequidad y de la exclusión; que se construyan sobre la base de la prevención; y se orienten principalmente a reducir por un lado, la violencia doméstica que constituye el foco primigenio de la violencia social y por otro, la proliferación y acceso fácil a las armas de fuego que son las causantes de miles de muertes anuales en la región latinoamericana.

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