Financiación para el desarrollo: Algunas consideraciones
Temática: Cooperacion y Financiación para el Desarrollo.
Autoría: Alonso, José Antonio
Año de Publicación: 2003
En este artículo se presenta de manera sucinta pero muy directa el problema esencial de la desigualdad en los niveles de desarrollo de los países, y cómo esta desigualdad se ha ido incrementando, proponiendo un sistema de impuestos que puedan destinarse para financiación para el desarrollo que permitan reducir esa brecha.
1* Puntos de partida.
En el entorno de 1996, el Comité de Ayuda al Desarrollo (CAD) de la OCDE elabora uno de los documentos de mayor alcance estratégico de los últimos años relativo a la política de ayuda al desarrollo. Su título Shaping 21st Century -traducido al castellano como El papel de la cooperación al desarrollo en los albores del siglo XXI- da idea del tono de manifiesto fundacional que se le quiere otorgar al texto aludido. En realidad, en ese documento se condensa el un esfuerzo de revisión doctrinal de la ayuda al desarrollo que había puesto en marcha el CAD unos años antes y que había dado como primer subproducto la declaración titulada "Hacia una asociación para el desarrollo en el nuevo contexto mundial", que fue suscrita en 1995 por la comunidad de donantes. Son muy diversas las aportaciones que se contienen en el documento citado, unas referidas a aspectos doctrinales básicos de la política de ayuda al desarrollo, otras a las formas de enfocar la acción de los donantes. En conjunto comportan una seria revisión en las formas previas de proceder que, lamentablemente, sólo en muy pequeña medida han sido trasladas al ámbito de las realizaciones efectivas. Por lo que se refiere a las aportaciones doctrinales están, en general, orientadas a propiciar una relación menos vertical, más horizontal y compartida entre donante y receptor, alejando la política de ayuda del más inmediato sometimiento a los intereses y conveniencias de la política bilateral de los donantes. Se apela para ello al papel que una cooperación al desarrollo más central y objetivamente dirigida a combatir la pobreza podría tener como instrumento al servicio de un orden internacional más estable y seguro, del que todos -incluso los países desarrollados- saldrían beneficiados. En este marco se reivindican como nuevos principios inspiradores de la política de ayuda los referidos a la asociación (partnership), tratando de hacer más estable, equilibrada y compartida la responsabilidad de donante y receptor en el diseño de las acciones de ayuda, el de apropiación (ownership), referido a la necesidad de que el receptor retenga bajo control el proceso de decisión sobre los aspectos básicos de su estrategia de desarrollo, y el de participación social para garantizar el acceso de todos los sectores a los procesos de decisión colectiva, fortaleciendo las instituciones y elevando los niveles de cohesión social en los países beneficiarios. De igual relevancia que las propuestas doctrinales son las modificaciones que el documento incorpora en el ámbito de la gestión de la ayuda. De entre ellas, una merece ser destacada, por cuanto comporta un cambio en la fijación de criterios para la orientación, seguimiento y evaluación de la ayuda. De acuerdo con la propuesta del CAD, la eficacia debía de medirse en relación con la obtención de logros efectivos en términos de desarrollo en los países receptores: no debían ser los insumos -entre ellos los recursos financieros disponibles-, sino los resultados obtenidos -los output y outcomes- en los países en desarrollo los que debieran determinar la orientación de la ayuda. Al fin, el objetivo de la cooperación no es otro que alentar procesos de transformación económica y social en los países receptores. En correspondencia, el CAD asume la tarea de fijar una serie de objetivos en los ámbitos del bienestar económico, del desarrollo social y de la sostenibilidad ambiental, con el ánimo de inspirar la política de los donantes, conformándose al tiempo como indicadores aptos para medir el progreso obtenido en términos de desarrollo. A través de esta propuesta se pretendía, por tanto, conseguir un doble efecto beneficioso: en primer lugar, conformar una agenda compartida para la comunidad internacional, que facilitase la coordinación de los esfuerzos respectivos; en segundo lugar, establecer criterios precisos contra los que evaluar el impacto de la ayuda, un ámbito que había sido notablemente descuidado por los donantes. En concreto, el CAD sugiere siete objetivos centrales para la cooperación internacional, todos ellos con horizonte temporal de realización y cinco de ellos expresados en términos estrictamente mensurables. De entre ellos, sin duda el más central es el que alude a la necesidad de reducir a la mitad la incidencia de la pobreza absoluta a escala mundial para el año 2015. A este objetivo se añaden otros referidos a la generalización de la educación primaria para ese mismo año, la obtención de logros definitivos en la equidad de género en la enseñanza para el año 2005, la disminución en dos terceras partes la tasa de mortalidad de los recién nacidos y de los niños menores de cinco años en el 2015, la reducción a las tres cuartas partes de la tasa de mortalidad materna para ese mismo año, el logro del acceso universal a los sistemas de salud reproductiva para las personas en edad de procrear en el 2015 y el establecimiento de planes nacionales de sostenibilidad ambiental en el 2005 y logros efectivos en este ámbito en el 2015. Conviene señalar que ninguno de estos objetivos constituían propósitos nuevos para la comunidad internacional: todos ellos procedían de acuerdos previos -algunos de ellos manifiestamente incumplidos- que contenían en los Planes de Acción aprobados en las sucesivas Cumbres Mundiales que, con diversos contenidos temáticos, había ido convocando Naciones Unidas a lo largo de la década de los noventa. Pero, en todo caso, esta nueva expresión de un compromiso público con ciertos objetivos de desarrollo comportaba un paso adelante relevante en la fijación de una agenda compartida contra la que contrastar la respectiva evolución de los donantes. Cuatro años más tarde, reunidos en Ginebra con motivo de la revisión de los acuerdos de la Cumbre de Copenhague, los principales organismos internacionales con competencia en materia de desarrollo, el Fondo Monetario Internacional (FMI), la Secretaría General de Naciones Unidas, el Banco Mundial y la propia OCDE suscribieron un documento conjunto bajo el expresivo rótulo de 2000. Un mundo mejor para todos, en el que se reafirmaba el compromiso de los firmantes con las llamadas Metas Internacionales de Desarrollo, que son con ligeros matices las aprobadas previamente por el CAD. En ese documento se expresa, además, que al aceptar esos objetivos "la comunidad internacional contrae un compromiso con los sectores más pobres y desvalidos de la tierra, y consigo misma". Un año más tarde, en la Cumbre del Milenio convocada por Naciones Unidas, esos mismos objetivos serían respaldados por el conjunto de los países participantes -desarrollados y en desarrollo-, integrándolos dentro de lo que se va a conocer como la "Declaración del Milenio". El ímpetu renovador que estos nuevos compromisos expresaban parecía tener su continuidad en la Conferencia Intergubernamental que Naciones Unidas programaba realizar para comienzos de 2002, con el objetivo de debatir los problemas relacionados con la "Financiación para el Desarrollo". Había muchas razones para que la convocatoria de esta Conferencia despertase notables expectativas. En primer lugar, era una forma de comprobar hasta qué punto las declaraciones de los donantes se traducían en compromisos efectivos en materia financiera. Pero, además, era la primera vez, tras la Declaración sobre el Nuevo Orden Económico Internacional de comienzos de los setenta, en que Naciones Unidas asumía un manifiesto protagonismo en la definición de un programa económico comprehensivo en términos de desarrollo, retomando ámbitos que parecían haber sido dejados a la exclusiva competencia de la Organización Mundial del Comercio (OMC) y de las instituciones de Bretton Woods (Banco Mundial y FMI). De hecho, la amplia agenda prevista para la Conferencia integraba aspectos como el comercio, la inversión, la deuda externa, la ayuda internacional o la movilización de recursos domésticos: todos ellos aspectos de crucial relevancia para las posibilidades de progreso de los países en desarrollo. Para la preparación de la Conferencia, el Secretario General nombró una comisión de expertos presidida por el ex-presidente de México, Ernesto Zedillo, y de la que formaba parte, entre otros, Jacques Delors. El documento preparado por esta Comisión, presentado en diciembre de 2000, parecía un buen punto de partida para el debate: dentro de un texto obligadamente comedido, se contenían suficientes propuestas como para alimentar la esperanza. Animado por la voluntad de otorgar mayores holguras a las políticas nacionales de los países en desarrollo, el documento demandaba unas menores dosis de doctrinarismo por parte de las instituciones internacionales, especialmente en los ámbitos relacionados con la liberalización financiera, al tiempo que sugería propuestas de reforma tanto en los países en desarrollo como en el marco normativo internacional en el que aquellos se insertan. Desde sus orígenes, la iniciativa de la Conferencia se enfrentó a la resistencia de diversos países -particularmente, de Estados Unidos-, que veían con prevención que Naciones Unidas se inmiscuyese, de forma abierta y pública, en un terreno tan sensible como el que se refiere a las relaciones económicas internacionales. La primera estrategia de resistencia consistió en rebajar el rango de la convocatoria, convirtiendo lo que debía ser una Cumbre en una Conferencia Intergubernamental. En segundo lugar, se jugó con el nivel de la representación oficial de los respectivos gobiernos, manteniéndose hasta el último momento las dudas acerca de la asistencia del presidente de Estados Unidos, George Bush, a la Conferencia. Por último, en las reuniones previas se presionó para conseguir aminorar el alcance de los acuerdos que se derivasen de la Conferencia, lo que comportaba la renuncia a buena parte de las recomendaciones y sugerencias que emanaban del documento Zedillo y de aquellos otras que surgían de la sociedad civil, a través de las redes de ONG implicadas en las reuniones preparatorias. Finalmente, el curso de la Conferencia vino a frustrar buena parte de las expectativas que había generado aquella convocatoria. El documento acordado, que fue negociado previo a la realización de la Conferencia -el llamado "Consenso de Monterrey"- confirmó una vez más que la comunidad internacional es más proclive a la formulación de declaraciones que a la adopción de compromisos, pues apenas contiene acuerdos efectivos que trasciendan la mera retórica. Ello pese a que el propio Banco Mundial evalúa entre 40 y 60 mil millones de dólares anuales los recursos adicionales de ayuda necesarios para hacer viables los objetivos de la Declaración del Milenio. Esto supondría doblar la cuantía de la ayuda al desarrollo, hasta situarla como promedio en un entorno del 0,5% del PIB para los países donantes: hoy está en el 0,22 %. Nada hay en el documento de Monterrey que garantice semejante objetivo. La Unión Europea acudió a la Conferencia con el compromiso de alcanzar, en el año 2006, una ayuda equivalente al 0,39% del PIB, como promedio: se trata de un propósito saludable, pero conviene no olvidar que, a comienzos de los noventa, la UE mantenía un coeficiente de AOD sobre el PIB cercano al 0,44%, notablemente por encima de lo que ahora se presenta como expresión de generosidad. También Estados Unidos adelantó su compromiso de elevar la cuantía de su ayuda -desde su minúsculo 0,10% del PIB, la cuota más baja del CAD-, si bien sometiendo su asignación a fuertes reservas en relación con el marco institucional y la orientación de la política económica del receptor. Conviene recordar que estos compromisos se suscriben en un momento en que el sistema de ayuda pasa por una de sus crisis más graves en la historia. De hecho, la ayuda computada en el año 2000 alcanza los 53 mil millones de dólares, que es un 20% menor en términos reales de aquella con la que se había comenzado la década de los noventa. Como consecuencia, el coeficiente que expresa la intensidad del esfuerzo financiero de los donantes -AOD/PIB- pasa de estar en torno al 34% como promedio en la década de los ochenta y pasa al 0,22% al iniciar el nuevo milenio. Pero, incluso una ayuda acrecentada sería poco eficaz si se preservasen los obstáculos que el sistema internacional impone a las posibilidades de progreso de los países en desarrollo: de ahí el interés en la amplia agenda que se proponía tratar por la Conferencia. No obstante, también aquí se acumulan las frustraciones. En primer lugar, porque se mantiene una sospechosa asimetría entre las abundantes reformas que se reclaman a los países en desarrollo y las, más bien, vagas alusiones que se hacen a las necesarias modificaciones del sistema internacional. Y si las primeras son necesarias, las segundas son ahora imprescindibles. Nada nuevo hay en materia de inversión, pese a la manifiesta selectividad de los flujos; nada frente a la volatilidad de los capitales, pese al coste que comporta en términos de estabilidad para los países en desarrollo; nada respecto a los paraísos fiscales, la transparencia fiscal o la corrupción internacional, pese a los recursos que extravía; nada en materia de comercio, pese al coste que comporta el proteccionismo selectivo de los países industriales y su discrecional recurso a barreras no arancelarias; y nada frente a la deuda externa, pese a la importante sangría que supone para buena parte del mundo en desarrollo. Incluso aquellas propuestas más sugerentes del documento Zedillo, como la creación de un foro internacional para estudiar el impacto de la inversión extranjera, el recurso a un mecanismo arbitral para el tratamiento de la insolvencia soberana, la adopción de marcos fiscales de medio plazo para programar el esfuerzo inversor o el establecimiento de una instancia de coordinación en materia fiscal, quedaron virtualmente eliminadas del documento final de la Conferencia. Como eliminada quedó toda referencia a los bienes públicos globales, como nuevo ámbito de legitimación de la cooperación internacional para el desarrollo. Pero, acaso, la carencia básica del documento es la inexistencia de referencia alguna a nuevos recursos para promover el desarrollo, salvo una vaga alusión a los Derechos Especiales de Giro. Una carencia tanto menos justificable cuanto ésta era una de las materias básicas de la Conferencia. No sólo se desconsideran propuestas imaginativas, como la planteada por Joseph Stiglitz, anterior economista jefe del Banco Mundial, para dar un uso activo a las reservas o la sugerida por el financiero George Soros para crear un Fondo Internacional financiado con Derechos Especiales de Giro, sino que tampoco se contemplan algunas propuestas de mayor tradición, como el impuesto Tobin o la tasa sobre el uso de combustibles de carbono. De esta forma, se desaprovechó una oportunidad para avanzar en la configuración de un sistema internacional que se proponga hacer accesible a todos, sin exclusiones, las ventajas de la globalización; un sistema que trate de equilibrar la mayor interdependencia entre mercados con la consolidación de sistemas institucionales de coordinación y de gobierno democrático a escala internacional.2* Globalización y desigualdad.
La ayuda internacional sería un instrumento prescindible -o de importancia menor- si se lograse demostrar que las desigualdades internacionales tienden a aminorarse, de forma espontánea, a medida que se avanza en el proceso de globalización; pero, la conclusión sería otra, sin embargo, si se llegase a demostrar que la globalización tiende a acentuar los fenómenos de exclusión internacional. En ese último caso, el papel de la ayuda quedaría amplificado, convirtiéndose en un instrumento más necesario si cabe para la gestión global del sistema internacional. Por ello resulta relevante conocer qué nos dicen los estudios internacionales al respecto. Pues bien, la evidencia histórica demuestra, de una manera inequívoca, la senda de progreso material que acompaña al proceso de consolidación de la economía de mercado: un proceso que se prolonga desde comienzos del XIX y se acelera en el tramo temporal inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial, entre 1950 y 1973, en la llamada edad de oro del crecimiento capitalista (Maddison, 1995). Pero, esa misma evidencia histórica confirma también el disímil comportamiento dinámico de las diversas regiones de la economía mundial, que promueve un incremento en los niveles de desigualdad a escala internacional. Si se consideran los datos a escala regional, la diferencia que existía en términos de PIB per cápita entre la más rica y la más pobre de las áreas de la economía mundial apenas alcanzaba a la relación de 1,1 a 1, al finalizar el primer milenio de nuestra era. La tendencia seguida por esta relación experimentó un crecimiento suave, pero sostenido, a lo largo de los ocho siglos posteriores, hasta situarse, en 1820, en de 3 a 1. Pero, a partir de ese momento, que coincide con la progresiva consolidación del sistema de economía de mercado a escala internacional, la desigualdad internacional experimentó una tendencia fuertemente expansiva, hasta situar la diferencia entre la región más rica y la más pobre en una relación de 19 a 1. Pese a ser ilustrativos, los datos ofrecidos se refieren a promedios regionales: las diferencias serían mucho más acentuadas si se refiriesen a la evolución de los respectivo. Por ejemplo, por sólo poner algunos ejemplos, a lo largo del siglo XX la relación entre el PIB per cápita de Estados Unidos y el de Ghana se duplicó holgadamente (pasando de ser el primero 9 veces a 21 veces superior); se multiplicó por tres en el caso de la India (pasando de 6 a 17 veces superior) y por cuatro en el caso de Bangladesh (pasando de 7 a 31 veces superior). Los anteriores datos no tienen más valor que el de documentar una tendencia que caracteriza buena parte del siglo XX: el incremento de la desigualdad en los niveles de desarrollo entre países a escala internacional. Los datos ofrecidos hasta ahora se han construido, sin embargo, a partir de datos per cápita promedio de los países. Es decir, se supone que la situación de una determinada sociedad queda bien registrada a través de la situación en que se encuentre su "ciudadano representativo". Es claro que semejante inferencia resulta inadecuada, porque una de las dimensiones de la desigualdad es la que rige entre los ciudadanos de un mismo país. Afrontar el análisis de esta dimensión de la desigualdad en el interior de los países con una cierta perspectiva histórica no es una tarea sencilla, habida cuenta de la penuria de datos y de los cambios habidos en la configuración política de las diversas regiones del mundo. No obstante, una reciente investigación de Bourguignon y Morrison (1999) aborda esa tarea, distinguiendo entre la desigualdad que rige entre los Estados (desigualdad inter) y la desigualdad existente en el interior de los Estados (desigualdad intra), con datos de las regiones consideradas en el estudio de Maddison (1995). De su estudio se pueden extraer las siguientes conclusiones: En primer lugar, los niveles de desigualdad internacional han crecido en el período considerado, cualquiera que sea el indicador (coeficiente de Theil o desviación de la media logarítmica) a través del que se mida el fenómeno. La desigualdad crece rápidamente entre 1820 y 1910, deteniendo su crecimiento entre 1910 y 1950, para aumentar de nuevo con intensidad entre 1960 y 1992. El único lapso temporal en que se registra un cierto retroceso en los niveles de desigualdad es el que media entre 1950 y 1960. También parece haberse contenido la desigualdad entre 1980 y 1992, si bien en este caso falta perspectiva histórica para saber si el cambio expresa una tendencia duradera. En segundo lugar, la evolución de la desigualdad agregada es la resultante de dos vectores (desigualdad intra e inter) que siguen tendencias claramente disímiles. La desigualdad en el interior de los países ha seguido una tendencia de tono descendente, si bien pasando por diversas etapas: crece entre 1820 a 1910; desciende a partir de esa fecha hasta bien avanzado el siglo XX; para experimentar, a partir de 1970 un ligero repunte, que afecta especialmente a algunos países desarrollados. En todo caso, el nivel de desigualdad intra-países correspondiente a 1992 es significativamente inferior al que regía en 1820. En tercer lugar, el nivel de desigualdad entre países (desigualdad inter) ha seguido una tendencia continuamente ascendente, con un episódico retroceso en la década de los cincuenta. Pese a la continuidad de esa tendencia ascendente, el período de más rápido crecimiento de esta dimensión de la desigualdad se registra en el período previo a la década de los cincuenta. Por último, como consecuencia de las tendencias descritas, se altera el peso relativo de los dos componentes de la desigualdad: a comienzos del período eran los niveles de desigualdad en el interior de las economías los que determinaban, en mayor medida, la desigualdad existente a escala internacional; en la actualidad, sin embargo, es la desigualdad entre los países la fuente básica de la desigualdad agregada. El mundo es, pues, más desigual, porque se ha incrementado la diferencia entre los niveles de renta per cápita de los países. Aún cuando queden mucho aspectos por estudiar, el análisis realizado es suficiente para concluir que no cabe confiar en que el mercado reduzca los niveles de desigualdad existentes a escala internacional. Más bien, la evidencia histórica revela que el proceso de progresiva consolidación del mercado internacional ha tendido a ensanchar el arco de la distribución de la renta. Una conclusión que confirma la necesidad de recurrir a resortes de acción pública que tiendan a corregir los niveles de desigualdad vigentes: la ayuda al desarrollo constituye uno de esos resortes necesarios para promover la equidad a escala internacional.3* Globalización y bienes públicos globales.
El proceso de globalización ha tenido otra consecuencia relevante desde la perspectiva internacional al poner en evidencia la asimetría existente entre los niveles de integración efectivamente alcanzados entre mercados y países por encima de las fronteras y el limitado marco normativo y regulador que existe a escala internacional. Esta asimetría está en la base del incrementado nivel de riesgo e inestabilidad que caracteriza al sistema internacional; al tiempo que constituye un obstáculo para el más pleno aprovechamiento de las posibilidades que brinda la integración internacional. La mayor interdependencia entre países acentúa los efectos indirectos -las llamadas externalidades- de carácter transnacional: efectos, que, sin embargo, no son integrados en los procesos de decisión de quien los genera. Para corregir esta ineficiencia de mercado es necesario fortalecer el marco regulador internacional, sea para el más pleno aprovechamiento de las interdependencias -externalidades positivas-, sea para su prevención -externalidades negativas-. Tal es lo que sucede en el seno de las economías nacionales, encargándose al sector público la tarea de regulación necesaria para preservar las condiciones de eficiencia y los niveles de equidad que se consideran socialmente aceptables: el problema es que no existe un marco adecuado para desarrollar similar labor a escala internacional. Un tipo particular de externalidad es la que se produce en el caso de los bienes públicos; es decir, aquellos que, una vez producidos, generan beneficios para todos en una forma no limitada (de manera equivalente, aunque inversa, cabría hablar de "males públicos"). Caracterizan a estos bienes dos rasgos que los diferencian de aquellos objeto de transacción comercial: se trata de bienes no excluibles, lo que significa que no hay fácil modo de determinar la compensación requerida para acceder a su titularidad; y de bienes de beneficios no rivales, lo que expresa que su consumo por parte de un agente no limita las posibilidades de disfrute por parte de otros. Esta incapacidad para restringir el acceso a los bienes públicos, una vez producidos, limita el estímulo de los consumidores para asumir de forma espontánea la financiación correspondiente a su provisión. Más bien, lo que se genera es un incentivo para el comportamiento oportunista: cada consumidor espera poder beneficiarse del esfuerzo de los demás, generando como resultado una subproducción del bien respecto del nivel que sería socialmente deseable. Pues bien, el proceso de globalización en curso amplía el espacio correspondiente a los bienes (y males) públicos globales, haciendo más necesario que antaño la generación del marco normativo e institucional necesario para su gestión. Al fin, la garantía de provisión de los bienes públicos es una de las tareas tradicionalmente encargadas a las instituciones representativas de la sociedad. Si bien, en este caso, el marco en el que se definen los bienes públicos -y, por tanto, su gestión- necesariamente excede al propio de los Estados nacionales, reclamando un multilateralismo más activo y democrático. Es importante señalar que la mejora en la provisión de una parte importante de los bienes públicos globales aparece condicionada a alcanzar logros efectivos en materia de equidad internacional. Fenómenos como el deterioro ambiental, la presión sobre unos recursos escasos o vulnerables por parte de una población creciente, las tensiones migratorias, la extensión de las enfermedades para las que existe prevención o tratamiento, la inseguridad internacional asociada al narcotráfico y al terrorismo, las crisis humanitarias recurrentes o, en fin, los conflictos bélicos regionales, aun cuando no sean consecuencia exclusiva de la pobreza, están alimentados por la penuria en la que vive buena parte de la población del mundo en desarrollo. Son todos ellos problemas que afectan al conjunto de la comunidad internacional; y cuya solución excede a las posibilidades de cualquier país en solitario -por poderoso que sea-, requiriendo de una acción concertada de la comunidad internacional dirigida a modificar las causas profundas de muchos de estos males, que están enraizados en el subdesarrollo y en la pobreza1. Se encuentra así una nueva perspectiva de justificación de la ayuda, vinculada a su naturaleza como instrumento al servicio de la gobernabilidad global, a través de la provisión de bienes públicos internacionales.4* Nuevas fuentes de ingresos.
El recorrido realizado aunque no agota los argumentos, es suficiente para justificar la necesidad de fortalecer la acción de la ayuda, con un doble objetivo:- En primer lugar, corregir las imperfecciones del mercados y los fenómenos de exclusión que provoca, ampliando las oportunidades de progreso de los países y de los sectores sociales más empobrecidos.
- En segundo lugar, fortalecer la provisión de bienes públicos globales, los que -adicionalmente- comporta un proceso de corrección de la desigualdad y de la pobreza internacional.
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