Tiempo de elegir: mercados autorregulados o democracia
En el año 2015 se finaliza el plazo para alcanzar los objetivos que la comunidad internacional se propuso para erradicar la pobreza extrema, el hambre y otra serie de “síntomas” que sufren varios miles de millones de personas excluidas de los supuestos beneficios de la globalización. Si los responsables de haberlos alcanzado fueran cualquiera de mis hijos, ya estaríamos preparándonos para repetir curso. A pesar de que en algunas “asignaturas” las notas medias superan raspado el aprobado –gracias más que nada a las aportaciones demográfico-estadísticas de China y de
Y la llamada comunidad internacional parece que, al final del curso, no muestra haber aprendido nada. Incapaz de alcanzar un acuerdo global para detener las emisiones de CO2 ni para comenzar a reducir la dependencia de los combustibles fósiles en el abastecimiento energético. Apenas ha tratado de convencernos con sucesivas promesas –de elevar al 0,7% la ayuda internacional, de cancelar la deuda externa de los países más pobres, de acabar con el comercio de armas, de invertir los presupuestos a favor de los pequeños productores y en servicios sociales básicos, de poner impuestos a los movimientos especulativos de capital–, mejor o peor escenificadas pero siempre teatralizadas, que invariablemente han sido incumplidas cuando no olvidadas. La comunidad internacional tampoco ha conseguido poner coto –ni siquiera modestas trabas– a los abusos sistemáticos de derechos humanos, laborales, ambientales y de todo tipo que las compañías transnacionales cometen en todas las latitudes. El límite para ellas es su propia autorregulación, los [auto] controles dependerán exclusivamente de cómo valoren los riesgos para su reputación y en consecuencia para su propio negocio. En definitiva, es casi un milagro esperar que esta comunidad internacional vaya ahora a establecer una nueva agenda que, esta vez sí, postquinceando, resuelva los principales problemas que enfrenta la humanidad.
Y es casi un milagro porque estos tiempos de globalización bien podrían denominarse como una suerte de “despotismo ilustrado” global, en referencia a aquel intento de algunas monarquías absolutistas de mantenerse en el poder integrando algunas ideas ilustradas, que en su radicalidad pretendían precisamente lo contrario. Lo que hoy llamamos comunidad internacional se arroga facultades para definir políticas y prioridades y se atribuye honores democráticos en teatralizadas consultas. Y cuando sus gobernados claman al cielo y demandan pan, justicia y libertad, atribuyen el desencanto a problemas de comunicación. “Debemos explicarnos mejor, no entienden las dificultades ni lo necesarios que son los sacrificios porque hemos cometido errores de comunicación”. Y así pueden modularse los discursos y hacerse eternas las sesiones de debate sobre innumerables disquisiciones técnicas en busca de la eficiencia, el valor añadido, las estrategias win-win y los daños colaterales, mientras el poder para transformar la realidad sigue alejándose de los gobernados. ¿Dónde y quién tiene el poder para cambiar las reglas del juego?
Los estados parecen haber renunciado a su original vocación democrática para responder a favor de las presiones generadas por la transnacionalización de la economía global. Las instituciones internacionales creadas para hacer frente a los desafíos compartidos, originalmente interestatales, escuchan con mayor atención a informes de agencias de rating y a los parquet bursátiles que a las demandas ciudadanas que aún les trasladan algunos gobiernos del mundo, particularmente los de las periferias. Los consejos de administración de las más grandes corporaciones cuelgan mapas mundi en sus despachos para calcular sus avances territoriales como hacían antaño los generales.
Alguien debería advertirles sin embargo cómo terminó el despotismo ilustrado. Que también se ha transnacionalizado la conciencia de ciudadanía global. Que tal vez aún sea algo confuso perfilar cómo se producirán los cambios anhelados, pero que sobre algunas cuestiones la confusión se terminó, y que es tiempo de elegir: no entre libertad y gobierno como algunos quieren hacernos creer, sino entre seguir consintiendo esa ficción de una economía que se autorregula y así asigna y reasigna sin intervención política; o por el contrario, reinaugurar el aliento democrático que a estas alturas ya sólo puede ser radicalmente ecológico y feminista, para mantener su esencia universalista y su enfoque de derechos.