Duradera operación en Afganistán
La misión, denominada –no lo olvidemos- “libertad duradera” cuando inició en el año 2001, parece ahora que está resultando demasiado duradera. Al menos en estos días de intensa campaña electoral en Alemania, que coincide con la necesidad de la nueva administración americana de cerrar heridas abiertas en el pasado. Heridas emocionales y heridas sangrantes de cuentas públicas a cargo de la administración de la guerra.
Más allá de las nuevas reflexiones oportunistas, deberíamos exigir un poco de sinceridad. Al menos para que sepamos que nuestros gobernantes aprenden algo de la experiencia. Como por ejemplo, que transitar de un régimen teocrático y cuasimedieval a una democracia liberal no puede realizarse por voluntades ajenas a los propios pueblos, ni desde la mesa de operaciones de una comandancia general, puesto que las sociedades requieren de sus propios procesos históricos, sociales y políticos. O como que cooptar a ciertas élites para representar a un país no les concede ninguna legitimidad en casa. O como que la seguridad de los oleoductos que atraviesan el país no puede garantizarse a expensas de sus habitantes. O como que Al Qaeda no sería hoy gran cosa sin lustros de financiación a los talibanes para su lucha de guerrillas contra la invasión soviética. En fin, aprendizajes que no vendría mal tener en cuenta si es que hay verdadera voluntad de contribuir a la pacificación o al desarrollo en Afganistán.
Porque el silencio sobre la propia Afganistán sigue siendo desolador. Un país de poco más de 30.000.000 de habitantes, de los que sólo un tercio saben leer o escribir. Donde las mujeres se ven obligadas a parir más de seis hijos de media mientras la esperanza de vida se detuvo en torno a los 43 años. Un país con un perfil orográfico y climático extremo, donde se suceden estaciones desérticas con fríos polares, y donde la población rural vive en condiciones más cercanas a tiempos medievales que a nuestra globalización pretendidamente modernizadora. Y de Afganistán sólo nos llegan las noticias que legitiman, a veces hasta la infantil heroicidad, la presencia de unas tropas multinacionales para garantizar nuestra seguridad de la mayor amenaza de la humanidad. Y de paso, claro está, unos cuantos contratos energéticos y de armamento cuyos beneficios no están tan repartidos.
El futuro del mundo en cierta medida depende de que el pensamiento islámico encuentre sus propias salidas para hacer frente a las exigencias de la modernidad. Mientras tanto, las influencias occidentales bien podrían subrayarse desde el activismo de los derechos humanos, desde la educación y el respeto a la diversidad, desde la tolerancia y la solidaridad. Criminalizar a un país completo por causa de una minoría fundamentalista y desalmada no conduce a nada. Y de esto deberían darse cuenta nuestros gobernantes y nuestros medios de comunicación.