Habitar el mundo con dignidad
Hace pocos días la ONU presentó su informe bianual sobre el Hábitat urbano en el mundo. Ya hay 900 millones de personas que viven en condiciones infrahumanas en las periferias de las megalópolis de todo el mundo. Junto a Hong Kong, Senzhén y Guangzhou se agolpan más de 120 millones de personas. En África el barrio de Kibera, en la periferia de Nairobi, superó ya el millón de habitantes con una densidad superior a los 200 mil habitantes por kilómetro cuadrado, siguiendo los pasos del tristemente célebre Soweto sudafricano. América Latina dispone de 21 ciudades en la terrible lista, donde destaca la mayor conurbación de infravivienda en el corredor entre Río y Sao Paulo con 43 millones de personas. Pensemos en Buenos Aires, Medellín o Bogotá, Guatemala, Lima o México. Las perspectivas son lo más preocupante del informe, porque la población que vive en estas circunstancias crece anualmente un 10%. Hoy casi 1 de cada 5 personas en el mundo, malviven en estas barriadas. Hará falta una movilización política, ciudadana y de recursos espectacular, para transformar las condiciones de este crecimiento.
Los problemas fundamentales de estas concentraciones son las altísimas densidades de población por falta de superficie disponible ya que la mayoría son colonias de “invasión”. La inexistencia de políticas o planes de urbanismo de ningún tipo puesto que en general las autoridades se ven desbordadas por esta situación. La carencia absoluta de infraestructura básica de saneamiento o agua potable, lo que comporta grandísimos problemas de salud pública. La necesidad de transportes muy largos y caros para tratar de acceder a los escasos medios de sustento que ofrecen las ciudades. La falta de empleo, de políticas públicas, de instituciones solventes, convierten estas ciudades en “ciudades sin ley”.La delincuencia es tan sólo una de las consecuencias del abandono sistemático de políticas y recursos para esta creciente población. Los instigadores del discurso de la securitización, que incentivan el consumo de seguridad de los privilegiados, a través de la transmisión distorsionada de las amenazas que suponen los empobrecidos. La delincuencia se presenta como una forma de vida, casi como una elección personal, obviando las escasas oportunidades que se tienen cuando se vive en el margen.
La habitabilidad básica habla de algo más que de cuatro paredes y un techo. Nos habla de derechos humanos y de vida digna, nos propone trabajar de forma simultánea en la extensión de los derechos económicos y sociales más importantes: acceder a médicos y escuelas, disponer de agua y empleo, contar con una vivienda digna en un entorno dignificable.
Me tomo unos segundos más porque esta semana no podemos dejar de comentar lo sucedido en la Agencia española de cooperación internacional. Después de años de suplir sus insuficiencias en materia de recursos humanos con contratos mercantiles a autónomos, a raíz de que los juzgados han empezado a reconocer relaciones laborales encubiertas por esos contratos, la Agencia comunicó a las 80 personas que están en esta situación que deben dejar de trabajar en su sede, de utilizar sus correos corporativos o de representar a la AECID en reuniones o encuentros de trabajo. Es decir, que deben de dejar de parecer empleados de la Agencia. Toda nuestra solidaridad para las personas, que deberán confiar en sus capacidades para asociarse y defender en los juzgados sus derechos laborales que con razón consideran lesionados.
Pero queremos llamar la atención sobre lo que muestra este suceso con claridad meridiana: la AECID necesita una remodelación gigantesca de su estatuto y de su modelo para poder llegar a ser un organismo público de cooperación al desarrollo competente y eficaz. Hace muchos años que demandamos un departamento que cuente con personal multidisciplinar como exige el desarrollo, un departamento que pueda crecer en su compromiso con la lucha contra la pobreza sin el impedimento corporativo que imponen los diplomáticos. Hoy todo el sector debemos pedir la paralización de las negociaciones para el próximo contrato de gestión de la Agencia, que serviría para cuatro años, y consolidaría de forma trágica la incapacidad y la insuficiencia de nuestra administración pública para gestionar la ayuda que sale de nuestros impuestos. La reforma en profundidad de la Agencia no puede demorarse más, ni escudarse en intereses corporativos o electorales. El cambio de estatuto que el Gobierno hizo hace un par de años no superó ningún problema ni respondió a las necesidades. Más bien reforzó los límites que imponen sectores corporativos a una política pública impulsada por la ciudadanía, no por diplomáticos.
Queremos una Agencia donde tengan cabida profesionales de la cooperación, en cantidad y variedad suficientes, y con condiciones laborales adecuadas. Queremos una nueva Agencia de la que sentirnos responsables y orgullosos, de cómo trabaja para el desarrollo de otros países y de cómo trata, en coherencia con lo anterior, a todos y todas sus empleadas.